martes, 7 de junio de 2011

El Divino Niño está pegado en la pared (I)


El divino niño está pegado en la pared con cinta, estuvo flotando toda la noche por la habitación y lo tuvimos que castigar, decirle que se quedara quieto, que se acostara, que cerrara los ojos y se pusiera a contar ovejas. Ya a ninguno de nostros nos funciona contar ovejas, nos obligamos a entrar de nuevo a las pesadillas que dejamos empezadas y que se quedan en el aire de la casa, el divino niño las respira, se enferma y se pierde en ellas sin saber qué hacer. No quiso hacernos caso, entonces la abuela pidió que le trajéramos las tijeras de la cocina y cinta transparente de la gruesa, lo cogió del torso con una sola mano, lo puso contra la pared y lo pegó. Él se quedó quieto como una estatua mirando sin parpadear, con los brazos haciendo una cruz y todos pudimos dormir...él no. Por la mañana nadie se despertó, las mujeres empezaron a abrir los ojos por la tarde, siendo ya la hora del algo: todos nos sentamos en la mesa del comedor confundidos, tomamos jugo frío y nadie se acordó del niño, nadie habló de él, nadie quiso jugar ni decir palabras en desorden, sin sentido, ñañaña mememe, el niño estaba tomando la quinta siesta y no se quejaba, no pedía jugo, no pidió jugo en todo el día. La segunda noche el sueño llegó temprano y la casa se apagó antes de las ocho, los vecinos vieron las ventanas muertas y los gatos no quisieron entrar a husmear. Amaneció, pasó el mediodía, el sol entró en silencio al patio y se sentó en un rincón esperando que alguien fuera a tomarlo, pasó la tarde y el ocaso y las primeras horas de la luna, pasaron los minutos pesados antes de media noche, la media noche y los secretos turnos entre la profunda pérdida de cualquier sentido del tiempo y el amanecer y ya nadie habita despierto esta casa, los corredores bostezan toooodo el día, mis manos se han vuelto un montón de cosas viejas, la ropa se arrastró hasta las camas y duerme con todos nosotros entre las cobijas, la abuela se convirtió en piedras grises y flores azules y le salen mariposas negras por las orejas, ronca más duro cuando llueve preocupada por las goteras pero las goteras nisiquiera se atrevena entrar, el divino niño canta pasito para él con los ojos cansados de ver la misma pared, el mismo cuadro, la misma cruz.

Cuando yo sentía mis piernas y me levantaba a quitarle las cobijas a la ventana podía escuchar lo que conversaban los árboles al lado del balcón, cogía al niño de su brazo derecho y lo ponía junto a mí para que me preguntara lo que decían, luego salía, me ponía fuego en todos mis dedos y las personas me miraban de reojo, caminaba varias cuadras sin quemarme las manos tratando de moverlas solo lo suficiente pero una vez que olvidara mi procedencia y me volviera un ciudadano más, como los vecinos, los trabajadores, los clientes y los adultos perdidos, mis manos se apagaban y se sentían de carne y hueso otra vez. Alguien alguna vez tomó las cenizas que yo nunca había visto de entre mis nudillos y se las guardó en el bolsillo izquierdo de su camisa de cuadros rojos con negro, me nombró, me alzó en sus brazos y me pidió que porfavor le bajara un pedazo de la noche, yo la tomé y pude tibiarla un poco antes de dársela en la boca y de que me pusiera una vez más en el suelo, sonrió primero, luego se rió haciendo sonidos de animal y por último lanzó carcajadas benévolas de magia blanca que crearon una nube suave que nos abrazó a ambos y nos llevó a un lugar que existe por encima de la cabeza de la persona más alta de cualquier calle, parque o recinto. Los árboles se dieron cuenta de la nueva estatura que alguien se había inventado para mí, se pusieron a cuchichear, el divino niño me preguntaba cosas nuevas y yo sabía responderle todo a la perfección, siempre dejándole en claro que todo nos lo inventamos sin darnos cuenta la mayoría de las veces. Él se inventó un león rojo del tamaño del sofá triple de la sala y lo escondió en el sexto piso del clóset, las mujeres supieron de inmediato que alguno de los dos había traído un animal o que se lo había inventado. Yo me hice amigo del león y le pedí que por favor fuera prudente y se quedara en silencio , que cuando la casa estuviera sola lo íbamos a sacar a jugar, a que nos dejara montarnos en él y a preguntarle cosas que no sabíamos. Él aceptó con la condición que por las noches le contármos historias de las mujeres de la casa, fue la época en que nos escondíamos detrás de las puertas cuando se ponían a decir palabras que poco entendíamos y que seguramente malinterpretábamos. Un día el león no se aguantó las ganas y le preguntó a Margarita que por qué dejaba que las flores muertas siguieran apareciendo entre las sábanas, que ella podía evitarlo y vivir mejor, que ella lo sabía en el fondo pero que prefería no pensar en una solución y seguir atormentándose terriblemente cada mañana. Margarita brincó de un susto del que iba a hablar por el resto de ese año todos los días y empezó a gritar "¡un león, hay un león en el clóset!", todas las mujeres formaron un alboroto tal que el león se tuvo que escapar rugiendo y asustando a todo el mundo, teniendo más miedo él, quebró una ventana y saltó por ella yéndose para siempre, nunca nos mandó cartas de respuesta ni señales que habríamos entendido. Nos tomó unos meses en olvidarlo y dejar de hablar de él por completo, tuvimos que inventarnos varios animales que no eran tan divertidos ni sabios como el león rojo pero que igual tenían sus mañas y hablaban dormidos.

A los hombres de la casa poco les importaba ver pulpos colgando del techo u ovejas negras rebotando por todas partes, aveces hasta se ponían a jugar con ellas y se les iba la tarde entera, olvidaban sus responsabilidades y las mujeres tenían que recordárselas a regañadientes, nos mandaban a recoger los desórdenes que hacían, las espantaban aplaudiendo y ponían cara de estar pensando en otras cosas. A ellas les gustaba más cuando inventábamos cosas que hablaran y se quedaran quietas, la trapiadora que decía trabalenguas era la cosa preferida de todos los domingos y hacía quedar a las mujeres la tarde entera en la cocina, sentadas en la poceta, comiendo frutas y aprendiéndose las mismas palabras una y otra vez. Los hombres se aprendieron fácil los trabalenguas y se dejaron de interesar rápidamente en la trapera escandalosa que les coqueteaba si los veía pasando sin camiseta. Cuando pasaban en toalla el griterío era tal que la teníamos que meter en un balde con agua para que se calmara y no se fuera a propasar en sus palabras, que los vecinos estaban escuchándolo todo y quien sabe qué cosas se podrían llegar a imaginar.